Sentirse enojado, fastidiado o molesto cuando las cosas no salen como uno espera forma parte de la naturaleza humana. La ira es una reacción normal del individuo ante las frustraciones, y sólo se
convierte en un problema cuando se torna muy frecuente, persistente o desmedida con relación al hecho que la provoca. Tal es el caso de las personas susceptibles que se ofenden fácilmente, o de
aquellas crónicamente disgustadas que viven "envenenadas" alimentando viejos resentimientos. Estos sujetos se rebelan ante los contratiempos inesperados y se quejan de la suerte, el destino, la ingratitud o la falta de consideración por parte de los demás. Sus expectativas poco realistas respecto al comportamiento ajeno les condiciona una actitud hipercrítica que deteriora sus vínculos familiares y sociales.
Idealizan la amistad y el amor a tal punto que sus exigencias de lealtad y compañerismo resultan difíciles de satisfacer.
El enojo por la injusticia. Este no es un mundo justo. Las guerras, enfermedades, accidentes, terremotos y mil tragedias más determinan sufrimientos y penurias inmerecidas en gran parte de la humanidad.
También nuestro pequeño mundo está plagado de injusticias. Podemos ver a nuestro alrededor personas malvadas e inescrupulosas que jamás pagarán sus pecados (al menos en esta vida)mientras que individuos humildes, trabajadores y virtuosos deberán soportar una existencia dura y a veces trágica.
La justicia parece ser un ideal utópico en el mundo en que vivimos y sin embargo, muchas personas se niegan a aceptar esta realidad y se perturban en gran forma porque suceden cosas injustas.
Creen que aceptar una situación equivale a aprobarla o estar de acuerdo con ella.
Podemos desaprobar una situación injusta y aún esforzarnos por corregirla dentro de nuestras posibilidades.
Pero exigir que exista justicia y enojarnos porque no existe, implica negar la realidad.
Dicha exigencia se expresa en frases tales como "esto no puede pasarme a mí, porque no me lo merezco".
Sin embargo, no existe una ley universal que establezca que cada cual recibe lo que se merece, y rebelarnos contra los hechos consumados sólo conduce a una reacción histérica e improductiva.
Una postura más racional consiste en admitir que las cosas ocurren independientemente de nuestros deseos: el hecho de que algo sea justo y razonable no determina que ocurra necesariamente. Es preferible aceptar que los acontecimientos desafortunados "pueden ser" y tratar de modificarlos cuando resulta posible, antes que enfurecernos porque las cosas son como son.
La ira por el comportamiento ajeno. Pretender que los demás sean absolutamente leales, sinceros y agradecidos constituye una exigencia sobrehumana.
El hecho de que estas virtudes resulten deseables y convenientes, no las convierte en rasgos característicos de las personas que tratamos todos los días.
La personalidad individual se desarrolla a partir de la herencia, la educación y el ambiente, y no de acuerdo a nuestros deseos o preferencias.
Montar en cólera cada vez que alguien se conduce de manera desleal o enojarnos porque la gente se equivoca y no entiende cosas elementales, tampoco ayuda a promover cambios duraderos en su comportamiento. En lugar de esperar que nuestros familiares, compañeros y amigos exhiban una conducta ejemplar, sería más razonable esperar que cometan errores y que muestren debilidades
humanas.
Esto no significa, claro está, que debamos aprobar cualquier actuación o eximir de responsabilidad a quien se conduce en forma inmoral o poco ética.
Hacer que las personas sean responsables por su conducta es uno de los factores que contribuye precisamente a controlar su com-
portamiento.
Ser tolerante tampoco significa ser insensible ante los fallos ajenos: podemos sentirnos molestos y contrariados en muchas ocasiones sin estar permanentemente disgustados.
Y podemos plantear nuestras discrepancias en forma civilizada, sin descargar sobre los "culpables" la ira de los dioses.